Diario personal – Lima, 21 de julio del 2025
C. Abeo
Año 1975. 24 de diciembre por la noche.
Tenía cuatro años y no podía dormir. La ansiedad por esperar —y por fin conocer a Papá Noel— no me permitía conciliar el sueño. A pesar de la insistencia de mi madre, yo seguía despierto.
En su desesperación por hacerme dormir, me lanzó una amenaza: «Si Papá Noel te encuentra despierto, no te dejará regalos». Yo no lo creí. Me había portado bien todo el año y merecía mis presentes.
De pronto sonó el timbre. Recuerdo el sobresalto, la emoción: ¡al fin lo vería! Iba a conocer a esa figura mítica que cruzaba el cielo en un trineo impulsado por alces —a una velocidad inimaginable— repartiendo regalos por todo el mundo.
Mientras mi madre abría la puerta, yo me deslicé sigilosamente por el pasadizo. Quería verlo. Verlo de verdad.
Deseaba con toda mi alma conocer al personaje de mis sueños, al intérprete de mis ilusiones, al destinatario de las cartas donde justificaba mis errores para que fuese benévolo…
Pero no era él.
No recuerdo exactamente quién era, pero sé —con total certeza— que no vestía de rojo y blanco, no era gordo ni barbudo y, mucho menos, traía una bolsa llena de regalos.
Decepcionado, me acurruqué en mi cama. Una lágrima (o varias) se escaparon de mis ojos. Finalmente, me dormí.
Al día siguiente, sin darse cuenta, mi madre alteró mi esencia para siempre. Me dijo que sí había sido Papá Noel, que sí había dejado regalos, que yo estaba equivocado.
A pesar de lo que había visto con mis propios ojos, su versión se impuso. ¿Puede un niño de cuatro años discutirle a su madre? Ella pensó que me había convencido. Lo que no sabía (o sí sabía, pero no le importó) es que me había dejado una herida: una contradicción vital.
Desde entonces, mi vida se volvió una Navidad eterna: veía luces navideñas por todas partes, me enamoré y le hice el amor —o tal vez solo fue sexo— a distintas versiones femeninas de Papá Noel: verdes, rojas, reales, imaginarias…
Me ilusioné con algunas de estas figuras mitificadas al punto de sentir el olor de su cuerpo a la distancia, a sentir la textura de sus pechos sin haberlos tocado.
Fui vaquita, cerdito, oveja y —en mis momentos de éxito— me dejaron ser Gaspar, Melchor o el tercero, cuyo nombre nunca me importó recordar.
Fui parte de cenas y reuniones intrascendentes, en pesebres que no reconocía. Escuché tantas veces a los “Toribianitos” que llegué a detestar sus voces, su ropa, y sus horrorosas melodías que nunca dejaban de sonar.
Esa Navidad eterna, empalagosa, casi infernal, terminó el día en que murió mi madre. Uno de los extremos de la contradicción desapareció. Finalmente, solo quedó la pregunta que tantas veces me había hecho:
¿Y ahora quién soy?
¿Qué se hace cuando termina una navidad eterna?
¿Dónde coloco a todos los personajes que me acompañaron y fueron parte de esta macabra puesta en escena?
Todavía estoy intentando responder eso. Lo bueno es que ahora lo hago lejos de los villancicos “made in usa”, de las luces coloridas, de los nacimientos endebles… y, sobre todo, de las melodías espantosas de los que convirtieron canciones navideñas en gritos de quenas, zampoñas y voces aterradoras.
En retrospectiva, me hago una observación personal: qué fácil es reventarle los cojones y condenar el futuro de un niño pequeño.
La inocencia como contradicción.
El regalo como culpa.
La manipulación como amor.
El abrazo como moneda de cambio por dos horas en un parque de diversiones.
Resolver el enigma es adentrarse en el infierno y descubrir la insolencia que lo engendró.
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