Querida Altamira,
He notado algo extraño en mí en los últimos meses, es raro pero bello.
En el lugar y momento más extraño los textos se insertan en mi cabeza y solo me queda escribirlos, ellos mismos piden salir.
Hoy, por ejemplo, mientras el técnico cambiaba las puertas del refrigerador, yo volaba y encontraba un texto.
Es como si lo cotidiano abriera compuertas secretas.
Como si, de pronto y sin aviso, el técnico se convirtiera en mi musa. Mientras él atornilla los pernos, yo capto una señal invisible.
Como si un pájaro se detuviera en mi hombro y me dijera: ¡saca la máquina de escribir!
“La gente opina, sugiere. Yo los escucho. Les pongo atención.
Pero no entienden —y no tienen por qué entender.
Lo que ocurre es que yo estoy adelante y la vida se quedó atrás:
en las cenas intrascendentes,
en los amores de fantasía,
en la tienda de disfraces,
cuando dejé de ser yo para ser otros…
Por eso se me hace difícil avanzar,
tengo que reducir la velocidad para que me alcance.
Yo corro, ella camina.
Somos como un reloj con las pilas al límite:
avanza y se detiene,
marca las tres cuando ya son las cuatro.
Somos un cuerpo y media vida.
O al revés.
Da lo mismo.
Es una relación con la balanza inclinada:
pesos diferentes,
toneladas y gramos,
kilómetros y centímetros.
El cuerpo, cansado.
La vida, vibrando:
deseando tener lo que no tuvo en su momento,
lo que se negó…
y lo que le negaron.
Buscando el biberón en los bares de la ciudad.
¿Algún día se encontrarán?
No lo sé.”
Por ahora, sigo escribiendo.
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