algoritmos

Las matemáticas no sirven para nada—¿o, sí?

Diario personal – Lima, 18 de julio del 2025
C. Abeo

Una vez, conversando con una chica que es matemática, le solté una frase tan desatinada como visceral: «Las matemáticas no sirven para nada». En ese momento era solo una provocación, un rugido de mi lado emocional frente al rigor abstracto del mundo numérico. Jamás imaginé que, con el paso del tiempo, esa frase cobraría otra dimensión: la mayoría de la humanidad se iba a convertir, sin saberlo, en una fórmula matemática. Una ecuación simple. Una proporción aritmética emocional. Y aquí estamos.

Millones de fórmulas intentando vivir, competir, disfrutar. Ser.
Razones para desconfiar de la humanidad tengo muchas. Si pones a un humano a elegir entre matemáticas y sentimiento, te dice “sentimiento”, porque entiende que eso lo hace parecer más humano. Pero en el fondo, en el comportamiento real, elige matemáticas. Porque las matemáticas no duelen, los algoritmos no abandonan, el Excel no te parte el alma en dos.

Los algoritmos son una especie de creación divina. Algunos dirán que de Dios. Otros, que de una élite tecnocrática sin rostro. Lo cierto es que parecen estar diseñados para gobernar no solo el consumo, sino también los impulsos, los sueños y los fracasos del ser humano. En vez de preocuparse por un alma individual, el nuevo “Dios” solo necesita mover un par de líneas de código para redirigir en masa nuestras angustias.

Los humanos creen que gobiernan el mundo, pero corren detrás de los algoritmos como niños hipnotizados por un carrusel digital. Miran las gráficas bursátiles buscando sentido, pero no ven que lo que gobierna el precio no es la lógica, ni el análisis fundamental, sino una combinación matemática de miedo y codicia encapsulada en líneas de código.

Porque las matemáticas no duelen, los algoritmos no abandonan, el Excel no te parte el alma en dos.

Los algoritmos no sienten. Por eso entienden tan bien al ser humano. Lo entienden desde su condición de no humanos. No tienen pasado, no tienen cuerpo, no dudan, no tiemblan. No aman ni se arrastran por una relación rota. No necesitan explicaciones. Solo ejecutan. En cambio, el humano se ahoga en su esencia: quiere ser amado, temido, escuchado, salvado. El humano es esencialmente emocional, pero se deja gobernar por máquinas que no sienten.

Ahí radica la tragedia. El humano, que debería salvarse aferrándose a su emoción, termina entregándosela a un algoritmo que no la necesita. El humano deja de ser esencia para convertirse en un menú de opciones: qué comer, qué foto subir, qué opinión sostener esta semana. Su libertad es un espejismo: un feed personalizado que lo encierra más de lo que lo libera.

Hay algoritmos para todos los gustos.

  • Los del emprendimiento motivacional, que venden libertad financiera como si fuera una pizza de delivery.
  • Los del cuerpo perfecto, que te enseñan a vivir como un gymfluencer que sonríe después de vomitar abdominales.
  • Los del turismo espiritual, donde el mindfulness se vende con descuento y el alma se lava con stories.
  • Los que venden psicología y bienestar, mientras se ponen su disfraz de empatía y regalan frases vacías como si el alma fuera un contenedor de basura.

Todos ellos te ofrecen una vida diseñada para sentirse especial. El algoritmo no te grita: te susurra al oído que tú eres distinto, que mereces más, que estás a punto de lograrlo…si compras, si subes, si compartes.

Pero la verdad es otra: la masa manda. Y mientras más se ovejice el humano, más fácil será pastorearlo. El algoritmo no necesita látigos. Le basta con likes, notificaciones y dopamina digital. El humano se convierte en un menú de sí mismo: una caricatura interactiva, una oveja vestida de líder.

La IA jamás podrá sentir, porque se siente con el cuerpo. No con sensores, sino con sudor, con hambre, con carne, con erotismo. El algoritmo podrá simular una lágrima, pero no tendrá pesadillas. Podrá escribir una carta de amor, pero no temblará al enviarla.

El humano aún puede salvarse, si recuerda su fragilidad. Si deja de intentar ganarle al algoritmo y empieza a ser lo que el algoritmo no puede: un ser que duda, que ama, que se rompe, que escribe no para vender, sino para entender.

Existir en este mundo no es competir con los ceros y unos. Es no dejar que te conviertan en uno de ellos.

Desde hace días, al despertarme, me hago una pregunta casi absurda: ¿dónde irán hoy los algoritmos?
Mi sentir —que vive en el extremo opuesto de la racionalidad matemática— me obliga a adaptarme al nuevo mundo. Un mundo donde existir es convertirse en una mezcla de ceros y unos para competir con un algoritmo, para intentar seguirle el rastro, es como jugar un ajedrez eterno con máquinas que ya llegaron a la Luna mientras yo me levanto de la cama.

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