Diario personal – Lima, 01 de agosto del 2025
C. Abeo
Cuando le pesa la armadura, intenta recordar en qué momento se empezó a vestir con ese traje rígido y pesado. No recuerda bien el momento, pero recuerda bien las primeras explosiones, las primeras balas que sonaban cerca de su cabeza. Tiene la certeza de que todo empezó en su niñez, pero no logra descubrir el momento exacto en que se inició el conflicto.
Lleva muchos años soportando el peso de esa estructura de metal. Se siente protegida cuando la usa, por eso casi nunca se la quita.
En los momentos trascendentales de su vida, la armadura fue la protagonista.
No se graduó ella, se graduó la armadura.
No se casó ella, se casó la armadura.
No hizo el amor ella, lo hizo la armadura.
Por eso, cuando recuerda al caminante, su cuerpo se estremece. Aquel ser intrigante fue el único que pudo romper —al menos por momentos— los remaches que sostenían ese traje.
Su agresividad delicada, su olor a sensibilidad, su propio disfraz… no sabe exactamente qué era, pero lo que sí sabe es que —ese invitado indeseado— lograba desajustar los pernos, le hizo recordar que era piel y no metal, despertaba sus alertas, le reventaba los sentidos…
La mantenía en una angustia desgarradora:
¿Y si me cae una bala?
¿Y si me explota una bomba?
…el caminante le susurraba con las manos:
siento tu piel, tú sientes mi piel… en este sentir estamos seguros, déjate ir…
Pero ella no podía con el terror, el miedo la atolondraba… Entonces, se apretaba los tornillos, remachaba los huecos y se volvía a sentir segura.
Hace mucho que no sabe del caminante. Él tampoco sabe de ella.
Sin embargo, cuando vuelve a sentir el peso del traje, recuerda esos días: los pernos se desajustan, revientan algunos remaches… Entonces ella se seca las lágrimas, coge sus herramientas, ajusta los pernos… y se vuelve a dormir.
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