Bitácora personal – Lima, 30 de enero de 2022
C. Abeo
Mirando desde la ventana de este departamento que ahora ocupo, reflexiono sobre la naturaleza cíclica de la vida.
He llegado a una conclusión —al menos en mi caso—: la vida no es una línea recta.
Sigue una trayectoria que se parece más a una puta circunferencia.
Empiezas en un punto, luego te montas en una montaña rusa que —años más tarde— te escupe en el mismo sitio.
Sin darte cuenta. Sin sospecharlo siquiera. Todo empieza de nuevo.
De alguna manera siniestra, vuelves a ser ese recién nacido que una madre expulsa del vientre.
Yo empecé la vida solo, perversamente solo.
Mis primeros días los pasé en una incubadora. La gravedad de mi estado no permitía otra cosa.
En esa caja de cristal empezó mi conexión con el mundo: rodeado de máquinas que expelían sonidos extraños, escuchando voces desconocidas, sin entender una mierda, asustado…
Me pongo a pensar:
¿Cómo se siente un recién nacido cuando lo trasladan a una caja como esa?
¿Qué emociones se despiertan cuando hace contacto con el mundo?
¿Miedo?, ¿angustia?, ¿ansiedad? …
¿Alegría? No. Eso sería lo último. Por bastante tiempo, sería una emoción desconocida.
Desde la ventana de este nuevo departamento.
Media vida después —¿o tal vez una vida entera?, ¿quién sabe? — regreso a esa misma soledad.
Ciertamente no soy el mismo.
Pero algo de ese entonces sigue aquí: la confusión, el temor, el estrés, la desubicación.
Están ahí. Las puedo sentir.
Ya no me atemorizan los sonidos de los robots ni las voces extrañas.
Ni siquiera recuerdo el calor del vientre materno.
Ahora me atemorizan otras cosas:
los fantasmas,
las voces que se fueron insertando en mis laberintos,
los monstruos que fui coleccionando a lo largo del camino.
Ahora —que vuelve la soledad— resuenan esas voces.
Tienen forma humana.
Susurran paraísos, pero huelen a pesadillas.
Me piden que acepte mi destino, que regrese al baile, que disfrute lo ofrecido.
Me cuentan —muy sutiles— que la mala compañía es mejor que la soledad de la caja.
Las escucho claramente. Hablan cerca de mi oreja.
Me rozan hasta la excitación…
Pero las dejo pasar.
Intento no escucharlas.
Para ser honesto, hace años que estoy solo.
La única diferencia es que antes era una soledad acompañada, disfrazada.
Las voces —ahora convertidas en amores pasados— me siguen susurrando que regrese.
Quieren que vuelva a ser parte de esa mezcla de plastilina donde todos los colores se funden en uno solo.
Donde la separación es imposible.
Donde las formas se pierden.
Todos con y contra todos.
Eso que algunos llaman felicidad.
A pesar de todo —del aplastante silencio que me obliga a mirar hacia el abismo, de las voces seductoras, de la misma excitación que provocan—
no quiero regresar.
Ya no quiero ser parte de la comitiva.
No quiero asistir al sepelio eterno de una vida de soledad acompañada.
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