Mi intento de suicidio

C. Abeo

«A mi madre. Quién, en forma de pajarito, canta todos los días entre los arboles de la Av. El Derby


La relación con mi madre era un continuo, un espectro, una carretera sin fin:
cuando yo nací, ella murió;
cuando ella murió, yo nací.
Así de compleja, exquisita, tortuosa y humana.

Es impactante recordar mi nacimiento como un intento de suicidio: nací enrollado en el cordón que me unía a mi madre, pero a la vez me asfixiaba.

Me sacaron —o mejor dicho, me succionaron— por medio de una aspiradora de humanos atorados en el vientre de su madre, y luego me colocaron en una cajita de cristal, como un premio, un experimento resucitado:

“Un humano ha sido salvado, ¡¡que viva la ciencia!!”.

Yo quería morir antes de nacer. La ciencia —o, mejor dicho, la aspiradora— no me dejó.


La maternidad era para mi madre sinónimo de angustia, de terror, de suicidio… nunca de amor.
De alguna manera, mi intento de suicidio prenatal la llevó a la muerte;
una muerte psíquica, emocional, simbólica…

No solo tendría que lidiar con el esposo borracho,
sino que debía hacerse cargo de ese gusano verde que acababa de nacer queriendo morirse, un gusano con una cabeza espantosamente grande, producida por la succión que le salvó la vida.

Ella —muy consciente e inconscientemente— decidió que esa falla estructural no se iba a quedar así:

“Tú me jodiste al nacer, me rompiste la ilusión de la maternidad, entonces yo también te jodo la vida.
Te convierto en una expansión de mi lodazal, en un hangar de comida para cerdos, en el slum más miserable de Filipinas…
Aquí, nos jodemos todos”.


Cuando ella murió, yo nací.
Con su abandono, se fue parte de mi existencia.
Pero no hay que confundirse:
no fue pena, no fue dolor;
fue la pérdida real de una parte de mi existencia.

Mi renacimiento se tradujo en conflicto, en gestación, en verdad, en ligereza…
De alguna forma, ya no tendría que hacerme cargo de esa parte de mi cuerpo tan pesada, tan voluminosa, tan fantasmal…


¿Qué emociones tengo al recordar esto?…Es una pregunta compleja. No se puede reducir a una sola emoción:
rabia, pena, excitación sexual, conflicto, contradicción…
Un espectro de emociones, espinas en todo mi cuerpo.
Y dolor. Mucho dolor.


Alguna vez dije: “Las matemáticas no sirven para nada”.
Me retracto.

La relación con mi madre era casi matemática:
una ecuación sin resolver,
una relación inversamente proporcional,
álgebra lineal,
un teorema cósmico,
un engranaje fallado del universo…

Sin solución, pero finalmente matemática.

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