Una muerte absurda…

Capítulo 1. Vidas paralelas

Como todas las noches, el suboficial de tercera de la PNP Armando Chafloque está concentrado escribiendo un acta policial. Lo que el suboficial no sabe es que será la última vez que lo haga, porque dentro de unas horas habrá muerto de un disparo en el pecho.

Emilio del Valle Tudela lo tenía todo en la vida, o al menos eso pensaba. Su familia tenía una buena posición económica y estudió en uno de los mejores colegios de Lima. Uno de esos colegios donde todo era de puta madre: las aulas, los viajes, los amigos, las chicas, las fiestas… todo era de puta madre. Para Emilio el futuro se presentaba de una manera increíble: “¿Qué podría salir mal?” – aparentemente nada – que iba a salir mal si su vida era de puta madre.

Sin embargo, algo andaba mal. Cuando Emilio fue creciendo, se empezó a dar cuenta de que algo no estaba bien: muchas veces no entendía porque reaccionaba de esa manera cuando algo no salía como quería. Esos momentos eran extraños y desconcertantes, en el clímax de la reacción sentía que un torbellino de emociones lo invadía, como si un animal se hubiera despertado dentro de su cuerpo y quisiera salir y escapar. El animal no entendía razones, debía salir, el problema era que muchas veces salía transformado en una bestia incontrolable que destruía todo a su alrededor.

Los amigos de Emilio también se daban cuenta de que algo andaba mal. Para evitar problemas resolvían el asunto de forma práctica: lo apartaban del grupo, lo llamaban “loco de mierda” o lo evitaban, nadie quería estar presente cuando el animal salía ni sufrir las consecuencias de sus arranques. Las chicas también se daban cuenta de que algo andaba mal y, a pesar de ser un tipo guapo y algunas veces carismático y agradable, preferían evitarlo: “¿Quién quiere salir con un chico al que si no le das lo que quiere se volvía loco?” nadie, ni cagando.

La familia de Emilio también se daba cuenta de que algo andaba mal. Al principio hicieron lo que la mayoría de personas hace cuando ven algo que los atemoriza: se hicieron los cojudos y esperaron a que el tiempo solucionara el asunto. El problema era que el asunto no se solucionaba. Por el contrario, el animal interior de Emilio se hacía cada vez más fuerte: salía de su cuerpo cada vez más seguido, causaba mayores destrozos, se había vuelto más descarado y ya no le importaba a quien lastimaba o que daños causaba. El animal salía hecho una bestia y reventaba todo.

Las frustraciones, la desesperación de una persona por convivir con algo que no podía entender, la poca comprensión de los demás, todo se había juntado para que el animal interior creciera a niveles que lo hacían por momentos incontrolable. Los ataques de Emilio se asemejaban a los que sufren los psicópatas cuando hacen realidad sus fantasías; en el momento del clímax la adrenalina hacia que se sintiera fuerte, imponente y todo poderoso. Luego de unos minutos cuando se calmaba, experimentaba un bajón emocional que le hacía sentir miedo, vergüenza y un auto desprecio difícil de sobrellevar. Por esta razón, Emilio buscó ayuda, se trató con diferentes psiquiatras y empezó a sentirse mejor, desarrolló nuevas habilidades y comenzó a relacionarse mejor con las personas, se sintió un hombre nuevo.

Uno de los problemas de Emilio era su torpeza social, le costaba relacionarse con otras personas. A lo largo de su vida, solo había logrado hacer un amigo de verdad, una persona que lo quería y lo entendía, que era incondicional con él, era casi como su hermano. Sin embargo, nuevamente las fichas del universo se movieron en su contra. Su amigo enfermó gravemente y murió. ¿Culpa del destino, de Dios, del karma o una falla en la maquinaria del universo?, imposible saberlo.

Como quiera que sea, Emilio nuevamente se desarmó. Los pensamientos se desorganizaron, se aferró al alcohol, a diferentes drogas y su comportamiento siempre estaba al borde de la ley. Esto fue el punto de quiebre en la vida de Emilio, nada volvió a ser como antes, el animal interior ya casi no dormía, se mantenía despierto la mayor parte del tiempo.

Casi de forma paralela al momento en que Emilio asistía a uno de los mejores colegios de Lima, el suboficial Chafloque también iba al colegio en su natal Huancayo. La realidad del suboficial era diferente, su colegio no era lo que podríamos decir de puta madre. Las aulas eran modestas y poco equipadas, no había viajes de estudio ni fiestas espectaculares y la infraestructura del colegio dejaba mucho que desear: cuando el suboficial requería hacer sus necesidades fisiológicas, casi siempre el baño estaba atascado y sin agua y en las clases de computación había cuatro equipos para todos los alumnos, eran clases de computación sin computadora.

El suboficial creció en una familia modesta y con muchas necesidades. Sus padres eran comerciantes humildes pero muy trabajadores: alimentaban a sus hijos vendiendo verduras en el mercado cercano. A pesar de su pobreza, le transmitieron al suboficial lecciones que lo acompañarían toda su vida: “Si te caes, te levantas carajo”, repetía su padre. Este mantra acompañaría al suboficial y lo definiría como persona de bien, porque si algo era el suboficial, era eso, un hombre de bien: siempre trabajando e intentando superarse día a día.

Cuando era pequeño se sintió atraído por la labor de la policía, su casa quedaba a pocos metros de la comisaria del Tambo, lo cual tuvo gran influencia en su decisión de ser parte de las fuerzas policiales. Siendo niño soñaba con perseguir delincuentes, investigar crímenes y participar en misiones especiales. Cuando se graduó, su padre estaba orgulloso de que su primogénito perteneciera a la Policía Nacional del Perú, su madre lloraba de alegría y Clementina – su novia de toda la vida – estaba muy emocionada. Por fin podrían cumplir los planes que habían hecho desde que el suboficial empezó a estudiar en la ESCUELA DE SUBOFICIALES DE LA PNP, se casarían, tendrían hijos, construirían su casa y envejecerían juntos: “hasta que la muerte los separe”, decían. En efecto, parte del plan se cumplió: se casaron, tuvieron una hija y se compraron un lote para construir su casa, lo único que jodió todo fue que la muerte los separó demasiado pronto.

En la vida real las cosas eran diferentes, el suboficial Chafloque ni atrapaba delincuentes, ni investigaba asesinatos ni participaba en misiones especiales; su trabajo era básicamente administrativo y rutinario. Acabada de cumplir 36 años y su jornada de trabajo consistía en permanecer más de 12 horas al día sentado en un escritorio: llenado actas de accidentes de tránsito, tramitando denuncias contra borrachos que causaban desorden o encerrando delincuentes de poca monta arrestados en la vía pública. Una rutina que lo aburría y detestaba, que lo había vuelto lento en sus reacciones y había acabado con sus habilidades físicas, su destreza policial y hasta con sus sueños. Para remate tenía un sueldo que con las justas le alcanzaba para cubrir sus gastos familiares y pocas posibilidades de una mejora en el futuro.

Capítulo 2: cronología de un absurdo.

El día miércoles 26 de junio fue como cualquier otro día, a las 6:00 p.m. el suboficial estaba listo para salir de su casa hacía su trabajo: se despidió de su esposa, le dio un beso en la frente a su hija y les dijo que las quería, se acomodó la casaca y salió hacía la comisaria de San Isidro, donde cumplía servicio hacía tres años.

El mismo miércoles y casi a la misma hora, Emilio se sentía intranquilo: una sensación de rabia, un peso en el estómago y una tristeza profunda invadían su cuerpo. Caminaba de un lado a otro por su dormitorio y sentía que la sensación de angustia no lo dejaba respirar.

Los últimos días habían sido difíciles en la vida de Emilio. No tenía trabajo ni dinero, las voces dentro de su cabeza se habían multiplicado y le repetían cada cinco minutos que el mundo era una mierda y que todos querían joderle la vida. Había perdido el control de sus emociones y en su cabeza se mezclaban sensaciones de odio y amor por todo y por todos, se sentía al borde del precipicio. A las 10:00 p.m. y a pesar de los consejos de sus padres (con quienes aún vivía) salió de su casa sin saber que ese sería el último día de su vida, al menos de la forma en que él la conocía.

A las 10:30 p.m., el suboficial Chafloque tenía frio: se sirvió una taza de café y se sentó frente a su computadora a repasar su trabajo pendiente, la noche se presentaba tranquila y no había tenido ningún caso de consideración, la misma mierda de todos los días. Estaba relajado y despreocupado, a pesar de estar aburrido de hacer el mismo trabajo los últimos tres años se sentía con buen ánimo. Le entusiasmaba la llegada del fin de semana porque no había visto a sus padres los últimos cuatro meses y al fin los vería. Amaba a sus padres y esperaba con ansias la llegada del sábado para verlos de nuevo.

A las 11:04 p.m. los serenos Zuñiga y Pacheco recibieron una llamada de alerta: un sujeto estaba haciendo disturbios y molestando a los vecinos en una exclusiva calle de San Isidro. Los serenos se acercaron al lugar de los hechos y encontraron a un tipo alto que había estado gritando por la calle y se había metido en una casa saltando una cerca. Los dueños estaban aterrados, el tipo hablaba incoherencias y parecía estar drogado. Zuñiga y Pacheco reportaron el hecho a la policía y esperaron la llegada de los uniformados. A las 11:37 p.m. cuando llego la policía, el tipo estaba fuera de sí, estaba como poseído. Los policías le preguntaron su nombre y el tipo les contestó que se llamaba Emilio, se negaba a salir de la casa y preguntaba insistentemente porque lo intervenían si él no había hecho nada, les gritaba que eran unos abusivos de mierda, que solo querían hacerle daño y joderle la vida. Luego de unos minutos, los policías lograron que el tipo se calmará, lo esposaron y lo llevaron a la comisaría de San Isidro, donde el suboficial Chafloque estaba de turno.

A las 12:18 a.m. del día jueves, Emilio llegó a la comisaria y aparentaba estar tranquilo, estaba callado e inexpresivo. Esposado, lo sentaron al lado del suboficial Chafloque quien lo miro con cierto desprecio: “un loco de mierda más”, pensó y para joderlo, lo hizo esperar tres horas para empezar a llenar el parte policial correspondiente.

Las tres horas de espera confundieron más al ya confundido Emilio. El ambiente de la comisaria, las horas transcurridas y las esposas que apretaban sus manos incrementaron su sensación de angustia, rabia y desesperación. Las voces en su cabeza lo atormentaban, le hablaban, le susurraban: “¡Te lo dije, el mundo es una mierda y todos están contra ti!”, “¡Qué se habrán creído estos serranos para tratarme así!”, “¡Si pudiera los mataría a todos!”

A las 3:07 am del día jueves, el suboficial empezó el interrogatorio: “¿Nombre?”, “¿Apellido?”, “¿Dónde vives, pendejo?”, “¿Te crees vivo para estar jodiendo a la gente?”. Las respuestas de Emilio eran concretas y sin mucho contenido: si, no, no he hecho nada, etc. no se mostraba arrepentido ni desafiante, simplemente respondía.

Luego de treinta minutos, a las 3:40 a.m. la denuncia estaba formalizada: “¡Para que este huevón aprenda vamos a tenerlo en el calabozo todo el día, que se joda!”. El suboficial y el cabo Morales lo llevaron al calabozo, le revisaron los bolsillos nuevamente, le quitaron los cordones de las zapatillas y procedieron a quitarle las esposas para encerrarlo. En ese momento, en ese preciso momento la vida de varias personas cambió para siempre, en ese instante (3:48 a.m.) el destino paralelo de dos personas desconocidas se hizo uno solo, los caminos se cruzaron y se desencadenó el Big Bang personal que reordeno el universo de todos los involucrados. En un segundo interminable, Emilio – o quizás el animal que vivía en su interior – empujó al suboficial Chafloque y le quitó el arma que llevaba en su cinturón. Y luego, ¡PUM!, un disparo cerca del corazón, una sensación como si le insertaran un cuchillo al rojo vivo en la piel y el suboficial Chafloque cayó al suelo como si fuera un costal pesadísimo, solo le quedaron algunos segundos para darse cuenta de lo que había pasado, recordar a su hija, a su esposa Clementina y a sus padres. Luego solo ruidos, luces lejanas, sirenas y finalmente silencio.

Emilio tuvo tiempo para hacer cuatro disparos más – buscando matar a todos los que se pusieran en su camino – hasta que fue reducido a empujones y patadas por los otros policías. Se sentía extasiado, alucinado, se había vengado y tenía la adrenalina fluyendo por su cuerpo como nunca antes había experimentado: “¡Nadie me va a agarrar de huevón!”, pensó. En ese momento, no le importaron las patadas y los puñetes de los otros policías, no le importó haber disparado contra otro ser humano, no sintió el dolor físico en su cuerpo, ni siquiera se dio cuenta de lo absurdo que había sido todo.

Capítulo 3: epílogo

Una hora después Emilio se enteró que el suboficial Chafloque había muerto, la sensación de éxtasis y la adrenalina se había reducido considerablemente y empezaba a sentir un vacío interior inmenso, como nunca antes había experimentado: “¿Qué mierda he hecho?”, exclamó. Una mezcla de miedo, angustia, tristeza y terror se apoderó de su mente. En ese preciso momento y en un instante de lucidez, se dio cuenta de que él también había muerto, que había sido devorado por ese animal interior al que nunca pudo entender ni controlar. La única diferencia con la muerte de Chafloque era de tiempo, de duración, de velocidad: el suboficial murió casi inmediatamente, Emilio moriría de a pocos, día a día, como en cámara lenta…….

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