El feminicidio de una adolescente

“Ya sé que soy joven, pero si tengo que confesar algo: la vida – hasta ahora – me parece una mierda”

La última vez que conversé con Sheyla estaba triste y confundida. A sus 15 años – producto de su relación con Juan, de 24 años – llevaba a cuestas un embarazo de 12 semanas y no tenía la menor idea de cómo manejar el “asunto”.

Como muchas adolescentes de los sectores marginados de la sociedad peruana, había crecido en medio de la pobreza y en un ambiente familiar “complicado”, de esos que llaman disfuncionales. Su padre – de profesión obrero – resolvía sus conflictos con golpes y alcohol; su madre – de profesión ama de casa – perdonaba y soportaba las borracheras y los porrazos sin mayor reclamo: aceptaba la violencia como parte normal de la dinámica familiar.

Sheyla– como cualquier adolescente de su edad – era una jovencita a la que le encantaba divertirse: ir a fiestas con sus amigos, publicar sus fotos en las redes sociales y salir con diferentes muchachos. Un día cualquiera conoció a Juan, lo beso por primera vez y, como quien no quiere la cosa, tuvieron relaciones sexuales y salió embarazada. 

Cuando se enteró del “problema”, se asustó: ¿Y ahora?, ¿Qué va a decir mi viejo?, ¡Me van a caer a palos!, ¡me van a matar!, ¿Y qué va a decir Juan?, ¡Se va a molestar!, ¿Y si me lo bajo?, pero si me lo bajo: ¿Dónde me lo bajo?, ¡y encima no tengo plata! Un torrente de preguntas sin respuestas.

Sin muchas alternativas, se decidió y le contó a Juan las novedades. La reacción del muchacho era previsible, explotó: la llamó “puta de mierda”, la empujo, le hecho la culpa y finalmente se largó, diciéndole que era su problema y que, a él, ni lo busque ni lo joda, nunca más. Al cabo de unos días y, a pesar de su reacción inicial, Juan nuevamente la buscó, él siempre la buscaba.

Todas esas dudas, esa tormenta de emociones y pensamientos en la mente de una chica de 15 años, la mantenían triste y confundida. En los últimos días había perdido esa alegría que la caracterizaba. Había cambiado los bailes de TIK TOK y las “stories” de Instagram por las náuseas y los ataques de ansiedad producidos por su estado fisiológico. No solo tenía que atravesar este proceso en soledad – había decidido no contarle nada a sus padres por temor a que la muelan a palos – sino que tenía que soportar el temor permanente de enfrentar a Juan: a sus reacciones impredecibles, a sus borracheras, a sus golpes y a sus agresiones.

A pesar de que en reiteradas oportunidades Juan le había pedido que aborte, ella se mostraba indecisa: dudaba, tenía miedo y le decía que no quería. La negativa hacía que Juan estallara en cólera, se enfurecía y la volvía a tratar – o mejor dicho a maltratar – con una violencia desmedida. Sin embargo, ella no quería abortar; se sentía enamorada de su maltratador; se convencía a si misma que él iba a cambiar; que al ver a su hijo se iba a derretir de amor y justificaba su comportamiento violento como consecuencia de sus problemas personales.

Finalmente se decidió, no había marcha atrás, quería tenerlo y lo tendría. Firme, encaró a Juan y le dijo lo que pensaba hacer. Él la escucho, se molestó, volvió a gritar y, después de un rato, se fue a emborrachar. Cuando regresó se la volvió a tirar y se durmió.

Sheyla era lista, pero a la vez ingenua. Su poca experiencia le había enseñado que los golpes y el maltrato forman parte del día a día en las relaciones de pareja, que el “te pego pero te quiero” es una realidad incuestionable y que el amor todo lo perdona. A su edad – más por inocencia que por inteligencia – no había aprendido a defenderse ni entendía que hay seres trastornados que no saben de sensibilidad, que solo viven para satisfacer sus necesidades, que tienen una versión pervertida del amor y que, sobre todo, no pueden entregar lo que nunca recibieron; que son, en esencia, una prolongación de sus ancestros.

La promesa de una conversación fue el preludio de una tragedia. En medio de la fiesta, Juan – con la mirada perdida por el efecto del alcohol – invitó a Sheyla a un lugar apartado: “para conversar y para estar solitos”, le dijo. Minutos después, llegaron a esa cabaña en medio de la nada y después de tener sexo empezaron los gritos y los reclamos, luego siguieron los golpes y las patadas: el terror como sobremesa del placer.

A sus 15 años, Sheyla, sintió el primer puñete como una mezcla de dolor y de terror. Intentó defenderse: se cubrió el rostro y el vientre en un esfuerzo por proteger su juventud y a su hijo no nacido, gritó, pidió ayuda y nadie la escuchó. Por momentos, el tiempo parecía detenerse: con cada golpe sentía que se quebraba una parte de su cuerpo, se orinó, sintió que se ahogaba y finalmente se desmayó. A pesar de la paliza, no murió al instante. Luego del ataque, su agresor – el amor de su vida – se fue del lugar; dejándola ahí desmayada, orinada y muriendo lentamente en esa cabaña asquerosa, en medio de la nada.

Carlos Abeo, Lima, 2020

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